
Toda derrota es un mundo y todo mundo es un camino incierto por recorrer. Me dijeron que nos queda el orgullo, pero, tras una derrota, y a corto plazo, el orgullo es limosna para quien no la necesita. Me dijeron que hemos demostrado que le podemos mirar a la cara a cualquiera y que nos hemos ganado el derecho a soñar porque supimos competirle al más grande. Pero para mí lo más cierto es que llevamos siete ligas sin ganarle al gigante y que, hagamos lo que hagamos, siempre terminamos mordiendo el polvo ante su arsenal incomparable.
Se puede hacer demasiado largo el recorrido teniendo en cuenta que, a cuatro meses vista, quedan pocos objetivos de verdad al alcance y que, el único que aún nos puede hacer soñar, es una quimera casi irreal teniendo en cuenta las bestias que hay en el camino. Alcanzar la tercera plaza está muy bien; sería cumplir el objetivo y asegurarse, un año más, el escuchar la musiquita de la Champions en el Vicente Calderón. Pero aceptar el mínimo es claudicar ante la realidad y reconocer que nos resulta imposible luchar codo con codo contra los dos transatlánticos más poderosos del océano. Y eso, en el fondo, duele bastante.