martes, 29 de noviembre de 2011

La bula

El Vaticano suele expender, en nombre del Papa, un documento acreditativo de privilegio en el que prima el interés personal del destinatario y le atribuye concesiones administrativas de las que podrá gozar gracias a la gracia papal. El documento, que aporta solución de facilidades, se conoce como bula y durante siglos ha sido utilizado por sus poseedores para practicar el abuso sin concesión de castigo y para afanar cada botín que encontraba a su paso sin una barrera que detuviese su ansia.

En el fútbol, la bula implica mirar hacia otro lado, criar fama y echarse a dormir mientras se permite que otros compañeros carden la lana y no obtengan ni un solo beneficio por ella en forma de crédito. Cuando el Atleti fichó a Godín, los voceros del duopolio se precipitaron a manifestar su satisfacción por aquello que llamaban seriedad en el área y jerarquía en el orden. A mí me bastó verle un par de veces para proclamar aquello de que nos habían dado gato por liebre y nadie quería darse cuenta. Claro que tiene que llegar un compromiso de alta alcurnia para que los ciudadanos abran los ojos y sientan en su percepción el sonido de la realidad. Yo no olvido el partido ante el Aris en el Calderón o aquel esperpento en forma de circo ambulante que significaron sus partidos ante Espanyol, Athletic o Málaga entre otros.

Pero lo el otro día fue de traca. Primero no da el pasito que sí da Domínguez en el centro de Di María hacia Benzemá que significó el penalti y la expulsión de Courtois, después pierde la marca de Cristiano quien le supera fácilmente en carrera para poner el centro del dos a uno, seguidamente se come un balón fácil para regalarle a Higuaín el tercero y comete el penalti que da lugar al cuarto. De traca. Y todavía hay algunos que opinan que el uruguayo debe ser indiscutible y que el malo sigue siendo el de siempre, el negrito que, pese a dejarse el corazón en cada partido, no ha aprendido aún en siete años que es eso de darle una patada a un bote. Es el poder de la bula; a algunos, la afición, cual Papa desatado, se les otorga con vehemencia y a otros, directamente, les mandan a la hoguera.

lunes, 28 de noviembre de 2011

La coartada

Estamos acostumbrados a encender la tele, sintonizar una de esas apasionantes y arguciosas películas de juicios americana en la que los abogados defensores visten traje barato y tienen el pelo alborotado mientras han de aguantar en su vehemencia como el fiscal del distrito, traje caro y pelo engominado, les mira por encima del hombro con ese hilo de superioridad que otorga un título en Harvard y seis condenas a muerte en su extenso e impoluto expendiente. En las mismas, aguantamos impávidos, y casi sin uñas, toda la trama del film hasta que el joven abogado, que bebe café en vaso de plástico y güiski barato en bares de carretera, encuentra por fin el motivo con el que demostrar la inocencia de su defendido: una coartada.

La coartada implica excusa, explicación coherente y, sobre todo, limpieza de conciencia. A mí no me encalomes ese muerto porque yo no estaba allí cuando sucedió el crimen. El Atleti, apañadamente vestido con ropas baratas en casa de ese despiadado enemigo que usa perfume parisino y viste traje milanés, se ausentó de la escena del crimen justo en el momento en que al ábitro le dio por matar el partido con una sanción tan extremadamente injusta en la lógica como cruelmente justa en los códigos legales futbolísticos. Fue entonces cuando decidió señalar al trencilla y decirle al mundo "pío, pío, que yo no he sido". A mí no me cargues este muerto porque mientras pudimos dar la cara la dimos con honor y claro, así no se puede, es como si a David le quitas la honda y le dices, alá, chiquillo, ahí tienes a Goliat, acaba con él.

La coartada hubiese servido de excusa si nosotros mismos hubiésemos sido tan ferozmente impíos contra el Getafe hace solamente tres semanas cuando, expulsió mediante, y penalti a favor, no fuimos capaces de matar a un gato que se defendió panza arriba mientras nos arañaba en el rostro y corríamos hacia atrás como niño de dos años que busca el abrazo de su padre. Godín, que tampoco entiende de sentimientos, regaló tantos goles como el poder de su bula es capaz de seguir haciéndole ver con buenos ojos mientras el dedo acusador sigue señalando a Perea como el máximo culpable de nuestra fragilidad. La coartada, en fin, es buena, pero no es válida. Al menos da una semana de tregua y una nueva oportunidad para la redención. No quedan muchas, quizá una mas, cuando volvamos a visitar un campo contrario y volvamos a salir escaldados y señalados en tinta como dueños de una estadística tan funesta como que somos el peor equipo visitante de todo el continente.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La vida de un pre púber

http://www.telecinco.es/informativos/content/maincontent/495.$plit/C_4_maincontent_100002370_mediumimage.jpgManolito ya empieza a explotar sus primeros granos sobre las cejas, hay quien le dice que se debe al exceso de chocolate, pero sus compañeros, metidos en mofa y pitorreo, le acusan de onanista sin tener prueba alguna. Lo cierto es que Manolito pasa demasiado tiempo últimamente en el cuarto de baño; su madre se pregunta qué tiene de interesante ese tebeo que se compró hace un par de meses en el rastro, mientras que su padre, que antes de cocinero fue fraile, sabe de sobra que entre las ajadas hojas del cómic, su hijo esconde el penúltimo número del Playboy en el que una rubia alemana enseña sus encantos y provoca en el chaval sus primeros ardores de juventud.

El padre de Manolito es un tipo serio en el saludo pero muy amable en el trato. Gusta de contar chistes en el bar mientras toma el vermut de los domingos, picar a su cuñado cada viernes por la noche y contarle a su hijo las cabalgas de Futre mientras Chendo se arrastraba por la banda buscando un tobillo que jamás encontró. Tras la siesta del domingo aparece en el salón con un pitillo entre los labios y una copa llena de hielo que llena de coñac barato. Muy a menudo el trago es amargo porque su Atleti termina perdiendo contra un equipo de la cola o porque ha vuelto a empatar a cero en el Calderón después de fallar cuatro goles cantados. Manolito le dice a su padre que un compañero del colegio le ha dicho que el Atleti es así, que es un equipo acostumbrado a perder y que lo suyo va a ser sufrir durante toda su vida. Y su padre, con el gesto serio y la memoria aún caliente por el resultado, le explica a Manolito que no, que hubo un tiempo en el que su equipo jugaban hombres en cuyo corazón rugía un oso junto a un Madroño, que el orgullo iba por delante del pronóstico y que la conciencia se dibujaba a base de resultados.

Manolito ya no quiere sacar del cajón la camiseta que un día serigrafió con el nombre del Kun Agüero, igual que hace tiempo dejó de ponerse aquella que le regaló su abuelo paterno con el número nueve de Fernando Torres. Su abuelo paterno es del otro lado de la calle; desde que apenas era un bebé se había empeñado en regalarle trajecitos y juegos de sábanas de color blanco pero todos habían terminado en el cubo destinado a la beneficencia. A menudo intenta descifrar la sonrisa de su primo Alvarito y no logra entender porque aquella superioridad en la mirada tras cada resultado a favor.

A Manolito, entre las chanzas y mofas que recibe en el cole tras cada lunes de jornada futbolera, le ha dado tiempo a crecer, superar la primaria, batir algún record en sus juegos de la Play Station, dar una calada a un cigarro, dar su primer beso a una chica y peinarse con gomina mientras ideaba un plan para robarle la colonia cara a su padre. Hace menos de un mes cumplió doce años e hizo balance de todas los sueños pendientes de cumplir. Su padre siempre le cuenta que en la penúltima contracción Hasselbaink encaraba a Bizarri y que en el momento de su nacimiento, José Mari estaba celebrando el uno a dos. Mirando hacia atrás creer haber vistos más de lo que hubiese creído; ha visitado el Calderón, se ha emocionado con el eco de las gradas y ha visitado Neptuno una vez con ocasión de un gol de Forlán en la prórroga. Pero nunca ha visto al Atleti ganar un derbi.

lunes, 21 de noviembre de 2011

A trompicones

Le suele ocurrir a un coche viejo cuando las bielas del motor ceden por el desgaste, le solía ocurrir a las viejas locomotoras cuando su combustión no estaba alimentada con la cantidad suficiente de carbón, le ocurre a una bicicleta cuando uno de los pedales queda atrancado en cada pedalada; los equipos de fútbol, como los medios de transporte, también se atrancan cuando les falla el corazón.

De nada sirve que Arda Turan se recorra el campo en busca del balón perdido, que Diego busque la piedra filosofal en el área maldita o que Adrían encuentre un balón suelto en su última cruzada. A esta aventura aún le quedan muchos momentos de tragedia porque al Atleti le falta un capitán que despliegue velas, coja el catalejo y manda a rebato porque a la hora de buscar un tesoro es más provechoso abordar que sentirse abordado.

En la sala de máquinas del Atleti se sitúa Mario por prescripción facultativa y, a ratos y a corazonadas, le acompañan Gabi, Tiago o Assunçao. El primero tiene veneno en la sangre pero carece de pausa en la elección, el segundo tiene horchata en la sangre y carece de sentimiento en la ejecución y el tercero tiene adrenalina en la sangre y carece de intuición en la distribución. Por ello, como el viejo coche al que el cigüeñal dice amigo hasta aquí hemos llegado, el Atleti juega a trompicones. No tiene rumbo, solamente instantes. Aquí uno de Diego, aquí uno de Arda, aquí uno de Reyes. Y así se ganan partidos, sí, pero nunca campeonatos.