Soy consciente de que el Metropolitano, sin el aliento del fondo sur, es poco más que un teatro. Que sí, que hay gente que lo intenta, pero los que acudimos a las tribunas o al fondo contrario, somos aficionados entusiastas de corazón a los que la edad ya nos hace temblar las piernas. Damos palmas, cantamos el himno y tal, pero eso de estar noventa minutos sin parar, pues no va con nosotros.
Y es por ello que admiro y alabo el trabajo constante que hacen allí durante todos los partidos, despertándonos cuando nos dormimos y dejándole ver al equipo que nunca solo caminará. Porque en esa grada hay seis mil personas, muchos de ellos jóvenes que aprovechan la rebaja de la grada joven y se arriman al calor del ánimo que aún les late en el corazón y se desprende hacia sus piernas y su garganta. El problema está en que todos esos seis mil están secuestrados por unos pocos indeseables.
Esos indeseables, que manchan el nombre de la peña que acuna todo el fondo, son los que han provocado un cierre parcial, una multa y una respuesta acorde por parte del club. Porque lo que el club quería era que esos seis mil señalaran a esos pocos, puesto que, por su culpa, les han hecho pagar como justos siendo ellos los pecadores, pero todos, todos, han errado el tiro. No sólo han defendido a los indeseables sino que se han atrevido a repartir carnets a los que no comulgamos con ellos. Porque, por más provocación ajena que mediase (tras pasar un partido deseando la muerte del provocador), no hay acto que justifique un conato de violencia.
Llevan un estigma pintado en su frente desde hace más de veinte años y, en lugar de purgar, vuelven, siempre, a las andadas. Mientras el resto mire al dedo, en lugar de a la luna, seguirán las expulsiones improvisadas y seguirá el silencio, pero volverán, de nuevo, las oscuras golondrinas.