miércoles, 25 de abril de 2018

A los mejores hay que pagarlos

En este mundo globalizado en el que entre todos hemos ayudado a reventar la burbuja y a disparar las
pasiones, el futbolista se ha convertido en ese ser endiosado que, de una manera u otra, es capaz de hacernos dibujar sonrisas o expresar el más amargo rictus de dolor. En este fútbol de hoy, mercantilizado hasta la médula, no es más feliz el que más logra en el terreno, sino el que más gana fuera de él, porque en la competencia por el palmarés, se ha instaurado una competencia, lícita pero ávara, por tener una cuenta corriente cada vez más abundante.

Jeques y magnates acechan. Los representantes, portadores de promesas y falsos curanderos de la realidad, se acercan al oído de sus jugadores y les venden un cuento de la lechera donde el cántaro es de acero y la leche nunca termina derramada. Es normal. A todos, por más que nos sintamos los tipos más íntegros del mundo, nos puede la ambición. A todos, por más que imaginemos sueños imperfectos, nos llama, siempre, la oportunidad para hacernos mejores.

El sentimiento, ese que dicen que no se compra, solamente va ligado a los orígenes de la persona. Puedo imaginar cientos de futbolistas que siguen estremeciéndose con los devenires del equipo de su infancia. Pero no todos juegan en el equipo de su infancia. Y quienen no lo hacen tienen la lícita costumbre de querer mejorar tanto deportiva, como económicamente. Lo que sabe Oblak, además de que no es del Atleti de corazón, aunque sí de cabeza, es que es uno de los mejores jugadores del mundo. Y lo que sabemos los demás es que, para mantenerse en la élite no sirven las palabras sino los hechos. Y el hecho más refutable en este negocio de mil pasiones es que a los mejores, para mantenerlos, hay que pagarlos.

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