miércoles, 6 de junio de 2012

Ante la Eurocopa

Como español me encuentro en la obligación moral de animar a nuestra selección en cada gran evento. También existe convicción sentimental, no crea nadie que se trata sólo de palpitaciones de cara a la galería, me gusta esa sensación de cosquilleo en el estómago cada vez que la roja afronta un partido de las grandes citas y qué más puedo decir sobre esa inconmensurable sensación de euforia cada vez que la selección ha salido campeona. Indescriptible.

Indescriptible, sí, porque en las victorias de Austria y Sudáfrica hubo un tinte pasional que nos hizo volver a todos la cabeza hacia atrás y recordar aquellas lágrimas derramadas cuando algún Pfaff, algún Baggio o algún Zidane se cruzaban en nuestro camino. Indescriptible porque aquellos triunfos nos condujeron a un estado general de ánimo exacerbado en el que todos, rojiblancos, blancos sin rojo y los de rojo con azul, bajábamos a la fuente del barrio y nos abrazábamos como si no fuesen a existir más derbis, como si aquello hubiése significado el éxtasis definitivo de un sueño hecho realidad.

Indescriptible, sí, pero costoso de equiparar a aquellas tardes de Hamburgo y Bucarest en las que el Atleti tocó el cielo haciendonos saber a todos que aquel afamado doblete no iba a ser la última muesca de nuestro revólver. Indescriptible, sí, pero no inigualable, porque por muy fuerte que cantase aquel gol del niño contra Alemania o aquel otro de Iniesta frente a los holandeses, ningún grito se puede comparar a aquel que nació de mi garganta cuando Forlán vacunó a Fulham en el bendito minuto ciento dieciséis. Porque yo soy de España, sí, y mucho. Pero primero soy del Atleti.

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