
Pero lo cierto es que Salvio fue sólo un poquito de todo eso y mucho de nada más. Siempre fue un futbolista indefinido, a veces interior y otras delantero, a veces inspirado y muchas otras ofuscado, a veces haciendo la imposible y muchas otras errando la posible. Llegó como el Toto, el socio del Kun que nos alegraba la vida, el nuevo niño mimado de nuestro futuro y se marcha como Salvio, la enésima operación fallida de una dirección deportiva que no se cansa de fracasar. Ni el Toto, ni Salvio, consiguieron jamás enganchar a la grada.
Vuelve al lugar donde un día le dimos de prestado. Allí lo hizo bien, es cierto. Puede que le agrade más aquel fútbol, que su entrenador le entendiese mejor, o que fuesen menos exigentes que nosotros. Quien sabe. Lo cierto es que allí fue, durante muchos ratos, el Toto de Lanús, el niño que saltaba la valla del colegio para ir a patear al potrero. Deja, como ya lo hicieron otros, las arcas llenas y los bolsillos de los dirigentes bien colmados. Y deja, como ya lo hicieron otros, un hueco en la plantilla que no se piensa reponer. O si no, basta recordar los casos de Heitinga y el de Jurado. El dinero para mí y el que Cholo se las componga.